7/10/15

Trois Couleurs: Bleu (Krzysztof Kieślowski 1993)

BLEU

Por Víctor G. Gándara


La pérdida, ése intempestivo debacle del alma. Perder a alguien puede o no significar un dolor de consecuencias funestas; quiero pensar que la mayoría logra sobrellevarlo. Krzysztof Kieslowski, difunto director polaco cuyo nombre debí corroborar por evidente riesgo de errata, es quizás uno de los cineastas más representativos de su país. Trois Couleurs: Bleu, es la primera de su trilogía -y último trabajo- Tres Colores (también Trois Couleurs: Blanc y Trois Couleurs: Rouge). En Bleu (Azul) aborda el tema de la pérdida como recurso para alegorizar la libertad comprendida en el significado del mismo color sobre la bandera francesa; y es que la trilogía supone una extensión de los ideales revolucionarios representados en el estandarte francés: azul: libertad; blanco: igualdad; rojo: fraternidad. Si bien, no parecen estar relacionadas, las tres historias se cruzan en algún punto clave.  

La  trilogía de los Tres Colores, centrada en los ideales revolucionarios franceses 

Azul, me atrevo a decir, es la mejor de la trilogía. Aunque usó filtros y objetos azules (simbólicamente relevantes) para aludir al título de la obra, Kieslowski enfatizó una soberbia ambientación musical (columna vertebral del film), vía Zbigniew Preisner. Está que te pone los pelos de punta. Y, aunque en Azul no hallamos esos idílicos matices cálidos que evocan a Tarkovski (admirado por el mismo Kieslowski), como sí pasó en su predecesora La doble vida de verónica, la poética de sus cuadros tiene sus propios hechizos.


Julie (Juliette Binoche) es la única sobreviviente de un trágico accidente en el que murieron su hija y esposo, éste un afamado y reconocido compositor de música clásica. Cuando Julie despierta (en el hospital), recibe la triste noticia que la llevará a un frustrado intento de suicidio. A partir de entonces comienza su etapa de liberación/desprendimiento, en el que Julie vende todas sus posesiones (incluida una bella mansión) y se muda a un pequeño departamento en algún barrio parisino, y donde su transformación, a partir del manifiesto duelo, tiene un desarrollo interesante.

En su afán de echar todo al olvido se deshace de una partitura sin terminar del difunto, pieza que se estrenaría en homenaje a la creación de la Unión Europea. Así pasan los días, y como el diablo está en los detalles, éstos la llevan a circunstancias y hallazgos peculiares. Descubrimos a una Julie en el sendero de la emancipación, no obviando el transcurrir de sus tormentos y las singularidades que reviven el pasado.


Emancipar es liberarse de cualquier sujeción o dependencia. Aunque el azul alude a la bandera de Francia, el significado de «libertad» ya no es aquél propio de la revolución (político-social), sino llanamente la libertad de vivir, del desapego, según la connotación concedida por Kieslowski. Lo mismo pasa con las otras dos entregas. Trois Couleurs: Blanc, donde el blanco es «igualdad», va de un tipo que maquina su venganza contra la arpía de su mujer; y Trois Couleurs: Rouge, donde el rojo es «fraternidad», una chica crea un vínculo con un viejo que de principio le irritó.

El duelo es un proceso complejo de duración incierta. Julie es un caso peculiar; sus debates internos, esa pena tácita que parece menguar al compás del brío y/o la displicencia, sus episodios catárticos y, sobre todo, el sosiego inmutable que yergue hasta sus ojos, son piezas pertinentes de un retrato que con detalle sutil pulió Kieslowski, porque Trois Couleurs: Bleu es de ésas cuya lírica es (más que un manojo de palabras) meramente visual.


Trois Couleurs: Bleu es una obra -relativamente- lenta; claro, dependiendo del espectador. Pero su excepcional banda sonora y el magnetismo de Juliette Binoche permiten, si no aclamar, sí otorgar justo respeto. Algunas piezas musicales (halladas tanto en Bleu, Rouge y filmes anteriores a la trilogía: La doble vida de Verónica y El Decálogo) son obra de un tal Van den Budenmayer, músico clásico del XVIII y personaje ficticio creado Kieslowski y el anteriormente citado Preisner. Bleu, pues, comprende elementos esenciales propios de un estilo definido. 



A Kieslowski hay que verlo con la misma disposición que se ve a Tarkovski o un Malick, no porque sus obras sean del todo similares, sino porque demandan especial atención y antojo contemplativo.

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